Tras la muerte de Franco, cuando se inician los
cambios que condujeron a la democracia, la cuestión comunista se convierte en
un asunto clave.
En ese momento hay un plan de alcance internacional en
el que coinciden con algunas cancillerías sectores amplios de la
socialdemocracia internacional y lo que podríamos llamar los poderes fácticos
españoles, plan consistente en lograr que en España no se repita el modelo
político italiano.
Con este fin se ha previsto que el Partido
Comunista, en el mejor de los casos, sólo será legalizado algunos años después
de que lo sean los otros partidos, a fin de dar a éstos la posibilidad de
recuperar el tiempo perdido, es decir, de darse una organicidad que no han
conseguido lograr bajo la dictadura y que el PCE sí tiene.
Resulta curioso comprobar que esta intención que se
muestra en 1976 ya estaba en la mente de socialistas como De Francisco y de
republicanos como Torres Campañá, en 1946, 30 años antes, cuando el Doctor
Giral presidió un gobierno republicano en el exilio en el que yo participaba
con dichos señores en representación del PCE.
En 1976, el PCE era el único partido organizado a
escala estatal, con capacidad para movilizar masas en la calle y para pesar con
ellas en el cambio político.
Su influencia en CCOO, en el movimiento universitario,
así como en amplios círculos intelectuales y artísticos era innegable.
Esa fuerza resultaba insuficiente para derribar el
poder del Estado franquista, pero lo bastante considerable para impedir su
exclusión en el cambio.
Tal situación apareció con nitidez en enero de 1977,
cuando el trágico asesinato de los abogados de Atocha, miembros del partido.
Fue un momento decisivo en el que no pudo impedirse
que los comunistas apareciéramos en las calles de Madrid como una fuerza capaz
de movilizar y canalizar responsable y disciplinadamente a decenas de millares
de ciudadanos.
También demostramos en ese instante que, sin renunciar
a nada, nuestro objetivo era conquistar un sistema de libertades políticas;
simplemente que España dejase de ser una dictadura y se convirtiese en una
democracia de tipo europeo.
Eramos conscientes de las posibilidades reales del
momento. Cuando hablábamos de ruptura democrática, no hablábamos de revolución
social, sino de un gobierno provisional que decretara la amnistía, la libertad
de partidos y organizaciones sociales, la convocatoria de elecciones a Cortes
Constituyentes y el Estatuto de autonomías de la República para Cataluña y
Euskadi: eso significaba el término de ruptura democrática.
Nuestra política de reconciliación nacional había
contribuido, junto con el heroísmo de millares de comunistas, que no rehuyeron
los riesgos de la lucha, a ganar para nuestras filas a muchos de los hijos de
los que habían ganado la guerra y a alcanzar considerable influencia entre los
sectores de base cristianos. Antes del cambio, el PCE había admitido en sus
filas una corriente cristiana socialista.
A nosotros no nos apoyaba ninguno de los grandes
bloques militares. Nuestra política eurocomunista estaba condenada por el PCUS,
pero había logrado la simpatía de amplios sectores democráticos europeos
incluso entre la socialdemocracia y la izquierda demócrata cristiana.
Nuestra buena relación con líderes como Mitterrand,
Soares y Zacagnini era pública. Manteníamos también las más cordiales
relaciones con los partidos comunistas de Europa Occidental y de otros
continentes. En Madrid se celebró ya antes de nuestra legalización la cumbre
eurocomunista, a la que asistieron Berlinguer y Marchais.
Creo que en la dirección del partido éramos muy
conscientes tanto de nuestra fuerza como de sus límites. En España la
alternativa no se planteaba entonces entre República y Monarquía, sino entre
democracia y dictadura. Sabíamos que el líder del movimiento reformista surgido
en el interior del régimen era el Rey Don Juan Carlos. En la práctica hubo un momento, hasta que el pueblo
fue libre para votar en que las dos fuerzas más efectivas éramos los
reformistas y nosotros. Recuperado el sufragio universal como medio de medir la
fuerza, la correlación anterior se modificó.
Aceptamos la monarquía como forma política del Estado
porque era la forma de lograr el cambio democrático.
Y ya no era la monarquía borbónica tradicional, era
una Monarquía parlamentaria, que incorporaba un principio de la Revolución
francesa: la soberanía del pueblo como fuente de todos los poderes del Estado.
Y hoy por hoy los problemas de España no se diferencian gran cosa de los de las
repúblicas francesa o italiana.
¿Hubo ruptura o no en España? Hay personas que niegan
la ruptura entre el régimen de Franco y el actual. Lo que no hubo fue una
ruptura revolucionaria. Pero la verdad es que nadie la pretendía en su momento.
A mí se me ocurrió pensar durante un tiempo en una
huelga política, como medio de acabar con el régimen y fui objeto de toda clase
de críticas por mi falta de realismo. Por cierto, que entre los que me
criticaron había algunos que ahora se quejan de que no hubo ruptura.
La verdad es que después de la Guerra Civil y los
desastres que la siguieron, el único camino posible de cambio fue el que
tomamos.
Pero ruptura entre el régimen franquista y éste, una
ruptura pactada con los reformistas, la hubo y sobre los cuatro puntos
propuestos. Y lo que provocó la ruptura fue precisamente la legalización del
PCE: la ruptura definitiva entre reformistas y ultras franquistas que generó
algún intento de golpe de Estado como el del 23-F.
Gracias a esa ruptura logramos una Constitución
avanzada; Si la tuviéramos que hacer hoy, en plena globalización neoliberal, no
lo habría sido tanto.
El PCE consiguió la legalización por su propio
esfuerzo. Pero la verdad es que la presión contra el PCE con nuevos métodos no
cesó y fue tan poderosa que influyó en sus propias filas y en parte de sus
dirigentes. Cuando nadie podía
negar el papel del PCE en el advenimiento de la democracia, en lugar de
aferrarse a ese capital político, en el propio partido surgieron voces que
renegaban de su esfuerzo y entre unos y otros terminaron reduciendo a muy poco
lo que había sido una fuerza indispensable para la democracia.
Yo y otros muchos hemos seguido pensando que si se
hubiera resistido a las vicisitudes que nos acosaron hoy podría haber un
espacio importante para un partido como aquél, que tanto contribuyó a la
defensa de la democracia y a la conquista de la libertad.
Santiago Carrillo fue secretario general del Partido
Comunista. Publicado en el Mundo del 8 de abril de 2002.
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