lunes, 10 de diciembre de 2012

La ruptura pactada, 25 años después (SANTIAGO CARRILLO)


Tras la muerte de Franco, cuando se inician los cambios que condujeron a la democracia, la cuestión comunista se convierte en un asunto clave.
En ese momento hay un plan de alcance internacional en el que coinciden con algunas cancillerías sectores amplios de la socialdemocracia internacional y lo que podríamos llamar los poderes fácticos españoles, plan consistente en lograr que en España no se repita el modelo político italiano. 
Con este fin se ha previsto que el Partido Comunista, en el mejor de los casos, sólo será legalizado algunos años después de que lo sean los otros partidos, a fin de dar a éstos la posibilidad de recuperar el tiempo perdido, es decir, de darse una organicidad que no han conseguido lograr bajo la dictadura y que el PCE sí tiene.
Resulta curioso comprobar que esta intención que se muestra en 1976 ya estaba en la mente de socialistas como De Francisco y de republicanos como Torres Campañá, en 1946, 30 años antes, cuando el Doctor Giral presidió un gobierno republicano en el exilio en el que yo participaba con dichos señores en representación del PCE. 
En 1976, el PCE era el único partido organizado a escala estatal, con capacidad para movilizar masas en la calle y para pesar con ellas en el cambio político.
Su influencia en CCOO, en el movimiento universitario, así como en amplios círculos intelectuales y artísticos era innegable.
Esa fuerza resultaba insuficiente para derribar el poder del Estado franquista, pero lo bastante considerable para impedir su exclusión en el cambio.
Tal situación apareció con nitidez en enero de 1977, cuando el trágico asesinato de los abogados de Atocha, miembros del partido.
Fue un momento decisivo en el que no pudo impedirse que los comunistas apareciéramos en las calles de Madrid como una fuerza capaz de movilizar y canalizar responsable y disciplinadamente a decenas de millares de ciudadanos.
También demostramos en ese instante que, sin renunciar a nada, nuestro objetivo era conquistar un sistema de libertades políticas; simplemente que España dejase de ser una dictadura y se convirtiese en una democracia de tipo europeo.
Eramos conscientes de las posibilidades reales del momento. Cuando hablábamos de ruptura democrática, no hablábamos de revolución social, sino de un gobierno provisional que decretara la amnistía, la libertad de partidos y organizaciones sociales, la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes y el Estatuto de autonomías de la República para Cataluña y Euskadi: eso significaba el término de ruptura democrática.
Nuestra política de reconciliación nacional había contribuido, junto con el heroísmo de millares de comunistas, que no rehuyeron los riesgos de la lucha, a ganar para nuestras filas a muchos de los hijos de los que habían ganado la guerra y a alcanzar considerable influencia entre los sectores de base cristianos. Antes del cambio, el PCE había admitido en sus filas una corriente cristiana socialista.
A nosotros no nos apoyaba ninguno de los grandes bloques militares. Nuestra política eurocomunista estaba condenada por el PCUS, pero había logrado la simpatía de amplios sectores democráticos europeos incluso entre la socialdemocracia y la izquierda demócrata cristiana.
Nuestra buena relación con líderes como Mitterrand, Soares y Zacagnini era pública. Manteníamos también las más cordiales relaciones con los partidos comunistas de Europa Occidental y de otros continentes. En Madrid se celebró ya antes de nuestra legalización la cumbre eurocomunista, a la que asistieron Berlinguer y Marchais.
Creo que en la dirección del partido éramos muy conscientes tanto de nuestra fuerza como de sus límites. En España la alternativa no se planteaba entonces entre República y Monarquía, sino entre democracia y dictadura. Sabíamos que el líder del movimiento reformista surgido en el interior del régimen era el Rey Don Juan Carlos. En la práctica hubo un momento, hasta que el pueblo fue libre para votar en que las dos fuerzas más efectivas éramos los reformistas y nosotros. Recuperado el sufragio universal como medio de medir la fuerza, la correlación anterior se modificó.
Aceptamos la monarquía como forma política del Estado porque era la forma de lograr el cambio democrático.
Y ya no era la monarquía borbónica tradicional, era una Monarquía parlamentaria, que incorporaba un principio de la Revolución francesa: la soberanía del pueblo como fuente de todos los poderes del Estado. Y hoy por hoy los problemas de España no se diferencian gran cosa de los de las repúblicas francesa o italiana.
¿Hubo ruptura o no en España? Hay personas que niegan la ruptura entre el régimen de Franco y el actual. Lo que no hubo fue una ruptura revolucionaria. Pero la verdad es que nadie la pretendía en su momento.
A mí se me ocurrió pensar durante un tiempo en una huelga política, como medio de acabar con el régimen y fui objeto de toda clase de críticas por mi falta de realismo. Por cierto, que entre los que me criticaron había algunos que ahora se quejan de que no hubo ruptura.
La verdad es que después de la Guerra Civil y los desastres que la siguieron, el único camino posible de cambio fue el que tomamos.
Pero ruptura entre el régimen franquista y éste, una ruptura pactada con los reformistas, la hubo y sobre los cuatro puntos propuestos. Y lo que provocó la ruptura fue precisamente la legalización del PCE: la ruptura definitiva entre reformistas y ultras franquistas que generó algún intento de golpe de Estado como el del 23-F.
Gracias a esa ruptura logramos una Constitución avanzada; Si la tuviéramos que hacer hoy, en plena globalización neoliberal, no lo habría sido tanto.
El PCE consiguió la legalización por su propio esfuerzo. Pero la verdad es que la presión contra el PCE con nuevos métodos no cesó y fue tan poderosa que influyó en sus propias filas y en parte de sus dirigentes. Cuando nadie podía negar el papel del PCE en el advenimiento de la democracia, en lugar de aferrarse a ese capital político, en el propio partido surgieron voces que renegaban de su esfuerzo y entre unos y otros terminaron reduciendo a muy poco lo que había sido una fuerza indispensable para la democracia.
Yo y otros muchos hemos seguido pensando que si se hubiera resistido a las vicisitudes que nos acosaron hoy podría haber un espacio importante para un partido como aquél, que tanto contribuyó a la defensa de la democracia y a la conquista de la libertad.
Santiago Carrillo fue secretario general del Partido Comunista. Publicado en el Mundo del 8 de abril de 2002.

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