¿Cuál fue la trayectoria histórica de la Komintern?
Por César Vidal
Durante décadas su simple mención provocaría el pavor
de muchos y la esperanza de no menos. Para unos, significaba el instrumento del
Kremlin encaminado a crear un estado de subversión mundial que acabara con
todos los regímenes existentes e implantara la dictadura del proletariado. Para
otros, era la vanguardia de un mañana repleto de esperanza en el que los
trabajadores serían los dueños de su propio destino. Aunque la URSS negó
durante décadas sus actividades subversivas lo cierto es que la Komintern o
Internacional comunista tuvo un papel fundamental en el estallido de
revoluciones durante la primera mitad del s. XX. Sin embargo, ¿cómo surgió y
actuó este colosal aparato de poder?
Corría el mes de octubre de 1917 y Europa se veía
desgarrada por una guerra mundial que había durado más de un trienio. En Rusia,
el gobierno provisional nacido de la Revolución de febrero se preparaba para
convocar unas elecciones a la Asamblea Constituyente en la que se diera forma
al nuevo sistema democrático. No fue posible. Durante los días 24 y 25, los bolcheviques
dieron un golpe de estado en Petrogrado —la antigua San Petersburgo— que los
llevó al poder. Aunque desde el primer momento desencadenaron una serie de
medidas represivas contra los adversarios políticos más moderados, muchos
creyeron que aquellas acciones eran sólo una manera de preservar las conquistas
revolucionarias. A la vez que daban los primeros pasos para firmar una paz que
los alejara del conflicto, los bolcheviques incorporaron en su gobierno a los
eseristas —los socialrevolucionarios de izquierdas— y convocaron las elecciones
a la tanto tiempo ansiada Asamblea Constituyente. Los que esperaban la
consolidación de la democracia en Rusia no tardaron en verse defraudados.
Cuando a inicios de diciembre, las elecciones
concluyeron con una derrota bolchevique y una victoria del socialismo moderado,
la respuesta de Lenin fue disolver la Asamblea y agudizar el proceso represivo.
En los meses siguientes, anarquistas, socialistas, liberales, conservadores y
cristianos fueron sólo algunos de los grupos sociales que pasaron masivamente
por los campos de concentración creados por los bolcheviques o fueron
ejecutados. Inicialmente, todo pareció favorecer a Lenin. De hecho, 1918 no
pudo comenzar bajo mejores auspicios. El 3 de marzo, los bolcheviques concluyeron
la paz de Brest-Litovsk con Alemania lo que les permitía abandonar la guerra.
El 8 de agosto, Lenin firmó la orden que establecía el empleo del “terror de
masas” para asentar a los bolcheviques en el poder. El 22 de septiembre, la
represión se dirigió también contra los eseristas.
Sin embargo, pese a la inusitada dureza del terror
bolchevique —realmente sin precedentes históricos en lo que sistematicidad y
amplitud se refiere— Lenin era consciente de que su régimen no podría
sobrevivir si no lograba extender la Revolución al resto del mundo. Con esa finalidad,
se reunieron en Moscú del 2 al 6 de marzo de 1919 representantes de distintas
organizaciones obreras de todo el orbe. En teoría, se trataba de crear una
nueva Internacional socialista que no sólo sustituyera a la existente entonces
sino que además impulsara la Revolución mundial. En la práctica, lo que desde
el primer momento quedó de manifiesto es que la Komintern, III Internacional o
Internacional comunista no iba a ser sino un mecanismo de control de Moscú
sobre el resto de los partidos comunistas. Así, en los siguientes meses, la
práctica totalidad de los partidos socialistas europeos sufrió escisiones que
se tradujeron en la creación de nuevos partidos comunistas. A partir de
entonces, la Komintern desarrolló una actividad que resultó frenética y que
estuvo dirigida paradójicamente más contra los partidos obreros —especialmente
socialistas— que contra los sectores más conservadores de la sociedad. De esta
forma, mientras el nazismo hacía sentir su fuerza en Alemania, la Komintern
proclamó que el partido socialdemócrata era un movimiento “social-fascista”, se
sumó ocasionalmente a acciones políticas promovidas por los nazis e insistió en
que la llegada de Hitler al gobierno sería un paso hacia adelante porque,
aniquilados los socialistas como rivales, los comunistas se harían con el poder
en pocos meses.
En enero de 1933, efectivamente Hitler se convirtió en
el canciller de Alemania pero el resultado no fue ni una rápida victoria
comunista ni la extensión del poder soviético en el resto de Europa. Por el
contrario, los nazis demostraron ser aventajados alumnos de los métodos represivos
creados por Lenin. La respuesta de la Komintern no se produjo hasta más de año
y medio después. En agosto de 1935, el VII Congreso de la Komintern, que reunió
en Moscú a delegados de sesenta y cinco partidos comunistas, abogó por una
política nueva que recibió el nombre de Frente popular. Los comunistas debían
dejar de atacar a los partidos socialistas y burgueses y buscar una alianza con
ellos para combatir al fascismo. Aunque en apariencia podía dar la impresión de
que la política de la Komintern se democratizaba, lo cierto es que la
documentación interna desclasificada desde 1991 deja de manifiesto que nunca
fue así. La Komintern, según se desprende de las instrucciones de personajes
como Dimitrov, su secretario general desde la primavera de 1934, sólo pretendía
neutralizar a cualquier adversario asociándolo propagandísticamente con el
fascismo y lograr un peso en los parlamentos y gobiernos nacionales que
allanara el camino hacia el poder. A partir de entonces, cualquier crítica
contra la URSS —cuyas violaciones de los derechos humanos más elementales eran
conocidas con cierta amplitud desde la década anterior— sería motejada de
fascismo.
La auténtica edad dorada de la Komintern se inició con
el estallido de la guerra civil en España, una nación donde, paradójicamente,
el partido comunista era muy reducido. Inicialmente, Stalin no tenía ningún
interés en involucrar a la URSS en un conflicto lejano. Cambió de opinión a
finales de septiembre de 1936, cuando llegó a la conclusión de que, al verse
aislada la República internacionalmente, podría hacerse con las reservas de oro
del Banco de España. Con tal finalidad, comenzó a vender armas a la España
republicana, envió asesores militares y, sobre todo, dio la orden de creación
de las Brigadas internacionales. Estas unidades fueron presentadas ante la
opinión pública internacional como un movimiento espontáneo de voluntarios que
acudían a España a defender la democracia. Una vez más, la documentación de la
Komintern muestra lo terriblemente falaz de esa afirmación.
En realidad, durante la guerra civil española, los
agentes de la Komintern se dedicarían no sólo a ir sometiendo al gobierno
republicano a los dictados de Moscú sino también a eliminar físicamente a todos
aquellos considerados opuestos a Stalin. A partir de mayo de 1937, los
anarquistas y, muy especialmente, los miembros del POUM fueron objeto de una represión
comunista dirigida por los agentes soviéticos. Como señalaría años después
Sudoplatov, un antiguo general del KGB, en España los servicios soviéticos
aprendieron todo lo que se podía conocer en cuanto a subversión, toma del poder
en un gobierno de coalición y eliminación de disidentes.
Apenas había concluido la guerra civil española cuando
Stalin firmó con Hitler un Pacto de no-agresión que desmentía su política de
los últimos años. La misión de la Komintern consistió entonces en lograr que
los militantes comunistas se negaran a combatir el fascismo y acusaran de
imperialistas a los que se oponían a Hitler. Lo consiguió con facilidad. Desde
septiembre de 1939 al verano de 1941, los militantes comunistas —incluidos los
antiguos voluntarios de las Brigadas internacionales— se negaron a combatir a
los nazis incluso cuando invadieron su país y vertieron las más soeces
acusaciones sobre personajes como Churchill o Roosevelt. La situación cambió de
manera radical cuando Hitler invadió en el verano de 1941 la URSS. Entonces,
siguiendo las directrices de la Komintern, los distintos partidos comunistas
constituyeron grupos de resistencia contra el III Reich o, como sucedió en
Estados Unidos, abogaron por la intervención de sus países en la guerra con el
mismo vigor con que antes se habían opuesto a ella. Fue precisamente la
necesidad de la ayuda aliada lo que llevó a Stalin a resolver la disolución de
la Komintern en mayo de 1943. Lo hizo como un gesto de buena voluntad con el
que pretendía dar la sensación de que renunciaba a extender la revolución al
resto del mundo. La realidad iba a ser muy distinta. A pesar de la disolución
de la Komintern, los partidos comunistas no dejaron —salvo cismas como el chino
o el albanés— de ser fieles instrumentos de Moscú. Durante los años cuarenta
implantaron dictaduras en Europa oriental siguiendo en buena medida las lecciones
puestas en práctica en España desde 1937. Financieramente, por otro lado, no
dejaron de recibir subsidios de Moscú hasta la caída de la URSS. Así, la Komintern
disuelta en 1943 se perpetuó en sus acciones casi cuatro décadas más.
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