domingo, 20 de enero de 2013

Lo que nunca contó Sabino



Lo que nunca contó Sabino
    Le quisieron corromper: le ofrecieron una casa de 500 metros cuadrados, decorada con todo lujo, y en el mejor sitio de Madrid.
“Si publicas una de estas cosas antes de que tú o yo muramos, te retiro el saludo”. Durante años, sobre todo después de abandonar la Zarzuela, tuve varias, incluso podría decir que muchas, conversaciones con Sabino Fernández Campo.
La última extensa fue con ocasión de la que es, probablemente, una de las postreras entrevistas públicas que concedió. En esta entrevista, por primera vez, confesó que prácticamente tenía redactadas sus Memorias. Algunos aspectos, los episodios que, con certeza, recogerán estas Memorias, (si algún día se publican, lo cual es aún dudoso) afectan directamente a su relación con el Rey.
De entrada, por lo que yo puedo saber (tengo necesidad de escribir en primera persona), tras su salida de La Zarzuela, el general Fernández Campo se quedó según palabras textuales: “Dolido, desengañado hasta cierto punto –decía. Me siento maltratado”.
Su marcha como jefe de la Casa del Rey fue bastante traumática. Él, sintiéndose mayor, le escribió personalmente a Don Juan Carlos pidiéndole la sustitución.
El Rey tardó en tomar una decisión, hasta que un día, el 30 de diciembre de 1993, precisamente el día de su onomástica, inopinadamente, le invitó, junto a la Reina, a cenar en el Restaurante Horcher, de Madrid.
Nada más empezar, según relataba el propio Sabino, Don Juan Carlos le dijo confianzudamente, como él suele hablar, a Doña Sofía: “¿Qué piensas de la faena de éste, que se nos va”. El general se quedó petrificado.
En enero cesó en su cargo; antes, mantuvo varios despachos con Su Majestad hablando de los posibles sucesores. Sabino le propuso uno muy concretamente: Alberto Oliart, ministro de Defensa de la UCD tras el golpe de Estado del 81.
El Rey tenía dos aspirantes muy fijados: Jesús Sainz, por entonces socio y amigo del principal consejero de la Casa Real, Manuel Prado y Colón de Carvajal, en la sociedad Trébol, y el que había sido secretario de Estado de Economía en el primer Gobierno socialista: Guillermo De la Dehesa. Sabino puso pegas a este nombramiento: “Gana demasiado dinero para venirse aquí con menos sueldo”, le indicó al Rey, pero éste no pareció escucharle.
Al parecer, y siempre en palabras del general ahora muerto, Don Juan Carlos pensaba que De la Dehesa podía tener una compensación fuera de la Casa. Un amigo de Sabino lo explicaba así: “El sobresueldo se lo podían arreglar los bancos”.

Pero el todavía jefe de la Casa no estaba de acuerdo con ese proceder. Un día, el Rey le llama a su despacho y allí se encuentra con la Reina y con Fernando Almansa. El Rey toma la palabra y le espeta: “Mira, te presento a tu sucesor”. Sabino, por segunda vez en muy pocas fechas, se quedó de piedra. Él lo contaba así: “Yo lo único que hice es dirigirme a Fernando y darle mi enhorabuena”. También añadía: “No tengas cuidado, porque yo, cuando me voy de un sitio, pongo un muro y no vuelvo a entrar en ese terreno”. Almansa, un tanto molesto, le respondió: “Ni yo lo consentiría”. Fernández Campo y Almansa tuvieron escasa relación mientras el primero fue jefe de la Casa, pero en un almuerzo, apenas realizado el recambio, Almansa se quejó a Sabino: “Fíjate lo que van diciendo por ahí: que me ha puesto Mario Conde”.

Se calló Sabino. Él tenía una opinión muy descriptible del por entonces banquero. El general afirmaba que Mario Conde indicó al Rey que había adquirido una parte sustancial de El Mundo “para que —textualmente— dejen de meterse con su vida privada”. La réplica del Rey fue que también la revista ÉPOCA, que entonces dirigía Jaime Campmany, le estaba resultando enojosa. Conde replicó: “No se preocupe, también la compro”. Y la compró. Conde, según contaba el padre del Rey, Don Juan, también se acercó a la familia Luca de Tena para adquirir ABC. Anson recibió del banquero esta demanda: “Dice el Señor que lo que estoy diciendo yo es como si lo estuviera diciendo él”.

Eran momentos especialmente difíciles para los principales colaboradores del Rey, singularmente para el propio Sabino y, desde luego, para el director del departamento de Medios de Comunicación, una persona extremadamente educada, gentil, inteligente y bondadosa: Fernando Gutiérrez. La revista italiana Oggi había publicado un reportaje en el que, sin disimulos, se refería a una cierta dama española relacionada, en información de la revista, con el Rey. El Mundo se hizo eco del reportaje y el Rey, visiblemente molesto, llamó a Mario Conde y al director Pedro J. Ramírez. Éste, sin ambages, le dijo: “Esto se ha publicado por indicación del general Sabino”. Cuando, como hice yo, alguien preguntaba al general por este pasaje, él hacía gala de su sonrisa más templada, también la más sugestiva, y musitaba, casi en tono inaudible: “Bueno, es cierto que alguna vez he comentado de rondón con Alonso Manglano (el general Alonso Manglano, director general del CESID durante el felipismo) que, de vez en vez, no está mal darle un toquecito al Rey. Los dos estábamos de acuerdo”.

Momentos complejos, llenos de trampas, que Sabino sorteaba con su indisimulable astucia. Algunos amigos cercanos al Rey le disgustaban enormemente. Por ejemplo, el citado Manuel Prado. El general se indignó sobremanera un día en que, por lo visto, un enviado especial del financiero luego procesado, le ofreció una magnífica casa de 500 metro cuadrados, una casa antigua, decorada con todo lujo de detalles, en la zona más noble de Madrid. Sabino la rechazó así: “Yo vivo muy a gusto en mi pisito del Centro Colón”. Y es que a Sabino la época de la corrupción generalizada que estalló en España en tiempos socialistas le indignaba especialmente. Hasta la Casa llegó la deriva de aquella situación fétida insoportable. Sabino atribuía no sólo a Prado, sino incluso al rey Simeón (al que no tenía simpatía alguna) una influencia perniciosa sobre el Rey. Afirmaba que no había tenido empacho en “comunicar a quien procedía” que Simeón “se estaba forrando utilizando su nombre, creo, que en vano”. Algún momento más, tremendamente delicado, vivió Sabino en La Zarzuela. El Rey guardaba con Felipe González una relación muy peculiar: de afecto y camaradería, se puede decir. Cuando se preparaba la Exposición Universal de Sevilla, González era —a ello se refería Sabino— acosado por asesores y cómplices que querían hacer negocio a costa de la Expo. González, franco él, se dirigió una vez al jefe de la Casa y, enfadado, se expresó así: “Dile a Manolo Prado que del 20% nada, que se conforme con el dos”. Igualmente enojado, replicó Sabino: “No se de qué me hablas y, en todo caso, ese recado no soy el más indicado para transmitirlo”.

Y no se lo transmitió. Lo cierto es que sus últimos tiempos en La Zarzuela fueron espasmódicos y atormentados. Disminuyó la confianza entre el jefe y su subordinado y surgieron más incidentes de lo habitual. Dos de ellos relevantes. En los dos, al parecer y según relataba Sabino, tuvo protagonismo el Rey Constantino de Grecia. Él fue quien recomendó que una empresa situada en Inglaterra y en la que podía tener intereses, blindase todos los coches de la Casa Real, y él también —siempre en opinión del general— fue el que se empeñó en que la periodista Selina Scott hiciera un extenso reportaje de televisión con el Rey. Ninguna de las dos peripecias fue especialmente afortunada. El blindaje de los coches fracasó porque en las pruebas que realizó el servicio de Seguridad de la Casa constató que el tal blindaje era muy deficiente. Con gracejo lo narraba Sabino: “Disparó un agente con una pistola a una puerta y la bala salió por la contraria”. Respecto a la entrevista con Selina, el estruendo en España fue grandioso y las quejas de todos los medios nacionales se escucharon con estrépito en La Zarzuela. Sabino protestó tanto por lo menos como hizo cuando el Rey autorizó al aristócrata de izquierdas José Luis de Villalonga a que escribiera un libro de conversaciones. Fernández Campo se negó, pero no tuvo éxito. Villalonga, agradecido, dijo: “Tengo que darle las gracias al Rey porque no podía pagar el alquiler de mi casa de Mallorca y ahora me puedo retirar con los derechos del libro”. Al final, no fue así; Villalonga no se murió en condiciones de holgura económica.

De este modo se fue deteriorando una relación que había sido tan intensa, tan cordial, como gratificante y eficaz para la Corona. Surgieron conflictos de índole familiar que, éstos sí, no deben ni mencionarse, conflictos en los que incluso intervino algún psiquiatra, y el Rey decidió en un cierto momento que la persistencia de Sabino en la Casa era más perjudicial que beneficiosa. Llegado ese instante, nadie recordó demasiado el papel del general en la noche trágica del 23 de febrero de 1981. El desarrollo de los acontecimientos acaecidos fuera de La Zarzuela está suficientemente contado, no así lo ocurrido intramuros: lo mal que lo pasó el Rey, lo mucho que se emocionó en algún momento de la tarde-noche cuando no tenía seguridad de que el golpe hubiera fracasado, la insistencia del propio Sabino en que el Príncipe estuviera siempre al lado del Rey para que conociera de antemano hasta qué punto es difícil el papel de la Corona en los trances más comprometidos de un país. Sabino sí insistía en algo que, más que nada, era todo un dictamen: “Que nadie lo dude, si el Rey lo hubiera querido, Tejero hubiera ganado”. Con algo más de respeto se refería Sabino a Milans y Armada, al fin y al cabo compañeros de milicia; sí hay que añadir, que en el caso de Armada, Sabino fue precursor de las advertencias. Él solía decir: “Yo, cuando me enteraba de algo, se lo contaba inmediatamente al Rey, al que le costaba, como es natural, creerse lo que hacía Armada, pero, en definitiva, éste no hacía lo que muchos otros han hecho siempre: hablar en nombre del Rey e interpretar no ya sus deseos, sino sus gestos, por eso me han gustado siempre tan poco ciertos personajes que pululaban por la Zarzuela”.

Sabino se marchó en enero y el Rey le ofreció una copa en Palacio. Le pidió que trajera a sus hijos, Sabino se negó: “Si no les invitó —contestó— cuando me hizo conde de Latores, no les voy a invitar ahora”. Su discurso de despedida fue antológico. Empezó así: “Como decía Mark Twain, ‘una buena improvisación necesita 15 días de preparación”. Y añadió: “Como los acontecimientos se han precipitado, no he tenido tiempo de improvisar. Majestad: me confieso de haber utilizado a su Persona para mejor servir a España”. Y más cosas dijo en el adiós; fue una auténtica Filípica, tanto que, al finalizar, el Príncipe le cogió el brazo y le dijo: “Macho, menos mal que has improvisado”.

Muchos más recuerdos, muchas más noticias, tengo de Sabino. Algunas cosas que no deben publicarse; es problemático que su viuda, la ejemplar María Teresa, autorice para que se editen en sus Memorias. Un hombre cabal se ha muerto. Toda una época con él. Escritos como éste hacen que se conozca mejor su trayectoria en la Casa del Rey.

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