«Los que le llamábamos Adolfo» (La
Esfera de los Libros) sale a la venta el 18 de septiembre.
martes, 18 de septiembre de 2007
El libro de Luis Herrero sobre Adolfo
Suárez en el que se relata que Sabino depositó sus papeles en notaría para q fueran
publicados si le pasaba algo
LIBRO
/ «LOS QUE LE LLAMABAMOS ADOLFO»
LOS
DIAS EN QUE HABLE CON SUAREZ DEL REY Y SOBRE SU ENFERMEDAD
Cuando un teléfono suena inesperadamente
es señal, la mayoría de las veces, de que algo no va como debería. La
estadística demuestra que los telefonazos suelen complicar la vida en lugar de
facilitarla. Por eso hay veces que me niego a descolgarlo. Pero el 19 de mayo
de 1994, en un arrebato de optimismo, contesté alegremente, ajeno al lío que se
me avecinaba. La voz que me saludó era la de Sabino Fernández-Campo, hasta poco
tiempo antes jefe de la Casa del Rey. Me pedía que por favor nos viéramos en su
casa al día siguiente para hablar del libro que yo estaba escribiendo sobre
Mario Conde.
-El Rey está muy preocupado -me dijo.
Casi simultáneamente, según supe
después, los Reyes fueron a cenar a casa de Adolfo. Nada más entrar, don Juan
Carlos vio en una estantería una foto suya flanqueada por otras dos, de Chus
Viana y de mi padre. Chus Viana, pícnico, vasco y feliz, había sido uno de los
pioneros de UCD y, más tarde, puntal indiscutible del CDS (...). Cuando el Rey
vio la disposición de las fotos en la casa de Adolfo, le comentó: «¡Qué buenos
escoltas me has puesto!». Todo eso lo sé, naturalmente, porque Adolfo me lo
contó. Según su relato, don Juan Carlos habló muy bien de mi padre, pero luego
comentó en voz alta:
-Sin embargo, su hijo Luis me tiene muy
preocupado. Sé que está escribiendo un libro que me compromete.
-Lo dudo mucho, señor -le replicó Adolfo
según su propia versión-. Conozco muy bien a Luis y no creo que eso sea cierto.
Luis es un tío estupendo.
Cuando Adolfo me puso al tanto de la
preocupación del Rey yo le envié una copia del capítulo maldito con un
tarjetón: «Haremos lo que tú quieras, pero yo creo que esto, en comparación a
otras cosas que se han publicado sobre él, es un cuento de hadas».
Durante la conversación telefónica con
Sabino Fernández-Campo quedamos en que iría a verle a su casa (...), a la
mañana siguiente. Y como hombre precavido vale por dos, le pedí a Federico
Jiménez Losantos que me acompañara: «Prefiero tener un testigo, Fede -le dije-,
porque no tengo ni idea de cómo va a acabar todo este asunto».
Cuando llegamos a su casa, sobre la
mesita que estaba situada delante del sofá había un libro titulado The Sha and
I, escrito por un iraní de nombre irreproducible. Durante algunos minutos
mareamos la perdiz con las frases protocolarias de rigor y enseguida entramos
en materia: «José Manuel Lara -nos explicó- quiere un título nobiliario a toda
costa y le ha dicho a Fernando Almansa que si no se lo dan piensa publicar tu
libro a todo trapo. Almansa se lo contó al Rey, el Rey a Emilio Alonso Manglano
y Manglano me lo ha contado a mí. Y lo peor de todo -añadió- es que durante la
conversación, que ha sido muy tensa, me ha acusado de ser tu fuente. Dice que
yo voy contando por ahí todos los líos de faldas del Rey».
Estuvimos hablando un buen rato. Almansa
era su sustituto en la jefatura de la Casa del Rey y Manglano, el director del
CESID. Sabino nos dijo que había depositado sus papeles personales en una
notaría, con instrucciones detalladas para que se hicieran públicos si a él le
pasaba algo. Almansa y Manglano lo sabían. Por eso solían culparle de cualquier
filtración comprometedora contra el Rey.
A Sabino, como es lógico, no le conté
quiénes habían sido mis fuentes, pero no tuve ningún inconveniente en darle a
leer una copia del capítulo del libro que tanto revuelo estaba organizando en
el Palacio de la Zarzuela (...). «Todo lo que cuentas aquí es absolutamente
cierto». Luego cogió el libro que estaba sobre la mesita de centro y lo abrió
por una página que, a modo de señal, tenía doblada una esquina. Era uno de los documentos
incluidos en el anexo, una carta del Rey Juan Carlos dirigida al sha de Persia
en 1977. Invocando el nombre de Adolfo y el peligro que representaba una
posible victoria del socialismo español, que aún era marxista, le solicitaba un
préstamo de 10.000 millones de pesetas.
-¡Joder! -exclamé al fijarme en la
multimillonaria cantidad del préstamo solicitado.
-Imaginaos por un momento lo que pasaría
si esta carta se hiciera pública en España -nos dijo-. Cuando Alfonso Guerra supo
que existía le envió una fotocopia a Felipe González con un tarjetón manuscrito
que decía: «Para que veas a quién estamos apoyando. Me parece gravísimo» (...).
Nos dimos la mano y Federico y yo nos
fuimos por donde habíamos venido.
A los cuatro días, el teléfono de mi
casa volvió a sonar inesperadamente. Esta vez me saludó la voz de Adolfo
preguntándome si podía ir a verle. Y fui. Era el 24 de mayo de 1994. Transcribo
ahora, literalmente, el relato que Adolfo me hizo tal y como lo consigné en mi
cuaderno de notas: «El Rey me había convocado para ayer lunes a las doce de la
mañana. Cuando llegué al Palacio de la Zarzuela me pasaron a la sala de visitas
de la gente importante. Llegué a las doce menos cinco. El Rey sabe que yo no
espero más de un cuarto de hora. Cuando estoy encendiendo un cigarro llega un
ayudante del Rey y me dice que si no me importa trasladarme a otra sala de
estar más pequeña. Accedí, aunque un poco mosqueado. A los pocos minutos sale
el Rey, atemorizado ante la posibilidad de que yo me vaya por hacerme esperar
demasiado, y me dice: ''Perdona, Adolfo, ha habido un malentendido en mi
secretaría y os han convocado al mismo tiempo a otra persona y a ti. Mira, ven
y verás de quién se trata". Entonces me encontré a Felipe. Los dos pusimos
cara de gran perplejidad. Cuando me recibió a solas, al cabo de un rato, me
dijo que estaba preocupado por tu libro y me preguntó si yo tenía noticias. Le
dije que sí, que habíamos estado hablando y que me habías mandado el capítulo
que hablaba de él (...). Por la tarde los Reyes viajaron a Mauritania. Cuando
sólo llevaba quince minutos en mi despacho sonó el teléfono. Era el Rey desde
Mauritania. Me dijo que había estado releyendo el capítulo (yo le había
autorizado a sacar una fotocopia) y que estaba crecientemente preocupado,
convencido de que iban a salir muchas más cosas, que había una campaña contra
él y que lo mejor era que el capítulo se suprimiera del libro. Me pidió por
favor que te trasmitiera esa petición».
-¿Y qué crees que debo hacer? -le
pregunté cuando hubo finalizado su relato.
-Si me preguntas cuál es mi opinión te
diré que, éticamente, no tiene derecho a pedírtelo. No se lo merece. El Rey te
utiliza mientras te necesita y después te tira como a una colilla. (...) No le
tiembla la mano a la hora de dejarte caer. Conmigo lo hizo así durante siete
años. Desde mi dimisión apenas tuvimos contacto y no volvió a llamarme ni a
demostrarme afecto hasta que se publicó el libro de José Luis de Vilallonga. Lo
estuve leyendo durante toda la noche con mi hijo Adolfo y a la mañana siguiente
le mandé una nota diciéndole que algunas de las cosas me parecían intolerables.
Entre otras cosas me llamaba falangista. Le respondí que yo nunca había sido
falangista, sino del Movimiento, que no es lo mismo, y que él había sido más
falangista que yo. Que sus discursos cuando era príncipe están publicados y que
se pueden recordar. A partir de ahí nuestras relaciones mejoraron. Y luego, la
verdad, se portó muy bien durante la enfermedad de mi hija.
-Mira, Adolfo -le dije-, yo no soy
ningún insensato y no tengo información suficiente para saber lo que se está
cociendo en la vida política ni para valorar el impacto del dichoso libro, así
que haré lo que tú me recomiendes. Pero no por el Rey, que conste. Lo hago por
ti y porque soy tan imbécil que quiero a mi país y no me gustaría hacerle daño.
Aún estaba terminando de hacer mi
proclama patriótica cuando sonó el teléfono. Adolfo tapó el auricular con la
palma de su mano y me susurró:
-Es el Rey desde Mauritania.
La conversación duró poco más de un par
de minutos. Lo que el Rey le dijera a Adolfo lo desconozco.
-Está tremendamente nervioso -me dijo
(...) cuando hubo colgado. Teme que salgan muchas más cosas que le impliquen.
Le conté mi conversación con Sabino y
algunas cosas más que no había incluido, por prudencia, en el capítulo del
libro. Al oírlo, Adolfo comentó:
-Por lo que me cuentas, las cosas están
peor de lo que creía.
Antes de despedirnos me dijo en broma
que le iba a decir al Rey que me llamara y que él mismo le propondría que me
diera a mí también un título nobiliario.
-¡Ni se te ocurra! -le dije entre risas.
Ya en el umbral de la puerta de su
despacho, a modo de despedida, me dijo:
-No descarto la posibilidad de que, muy
pronto, me toque ir al despacho del Rey para decirle: «Majestad, no tiene usted
más remedio que abdicar por el bien de España».
-Sería una venganza histórica preciosa
-le repliqué.
El 7 de octubre de 1994, cuatro meses
después de todo aquello, el Rey le concedió a José Manuel Lara el título de
marqués del Pedroso. El libro sobre Conde, El ángel caído, se publicó en junio
de 1994. Casi todo lo que callé lo contaron otros en libros posteriores (...).
No hay comentarios:
Publicar un comentario