miércoles, 16 de enero de 2013

«Los que le llamábamos Adolfo»




«Los que le llamábamos Adolfo» (La Esfera de los Libros) sale a la venta el 18 de septiembre.
martes, 18 de septiembre de 2007
El libro de Luis Herrero sobre Adolfo Suárez en el que se relata que Sabino depositó sus papeles en notaría para q fueran publicados si le pasaba algo
LIBRO / «LOS QUE LE LLAMABAMOS ADOLFO»
LOS DIAS EN QUE HABLE CON SUAREZ DEL REY Y SOBRE SU ENFERMEDAD

Cuando un teléfono suena inesperadamente es señal, la mayoría de las veces, de que algo no va como debería. La estadística demuestra que los telefonazos suelen complicar la vida en lugar de facilitarla. Por eso hay veces que me niego a descolgarlo. Pero el 19 de mayo de 1994, en un arrebato de optimismo, contesté alegremente, ajeno al lío que se me avecinaba. La voz que me saludó era la de Sabino Fernández-Campo, hasta poco tiempo antes jefe de la Casa del Rey. Me pedía que por favor nos viéramos en su casa al día siguiente para hablar del libro que yo estaba escribiendo sobre Mario Conde.

-El Rey está muy preocupado -me dijo.
Casi simultáneamente, según supe después, los Reyes fueron a cenar a casa de Adolfo. Nada más entrar, don Juan Carlos vio en una estantería una foto suya flanqueada por otras dos, de Chus Viana y de mi padre. Chus Viana, pícnico, vasco y feliz, había sido uno de los pioneros de UCD y, más tarde, puntal indiscutible del CDS (...). Cuando el Rey vio la disposición de las fotos en la casa de Adolfo, le comentó: «¡Qué buenos escoltas me has puesto!». Todo eso lo sé, naturalmente, porque Adolfo me lo contó. Según su relato, don Juan Carlos habló muy bien de mi padre, pero luego comentó en voz alta:

-Sin embargo, su hijo Luis me tiene muy preocupado. Sé que está escribiendo un libro que me compromete.
-Lo dudo mucho, señor -le replicó Adolfo según su propia versión-. Conozco muy bien a Luis y no creo que eso sea cierto. Luis es un tío estupendo.

Cuando Adolfo me puso al tanto de la preocupación del Rey yo le envié una copia del capítulo maldito con un tarjetón: «Haremos lo que tú quieras, pero yo creo que esto, en comparación a otras cosas que se han publicado sobre él, es un cuento de hadas».

Durante la conversación telefónica con Sabino Fernández-Campo quedamos en que iría a verle a su casa (...), a la mañana siguiente. Y como hombre precavido vale por dos, le pedí a Federico Jiménez Losantos que me acompañara: «Prefiero tener un testigo, Fede -le dije-, porque no tengo ni idea de cómo va a acabar todo este asunto».
Cuando llegamos a su casa, sobre la mesita que estaba situada delante del sofá había un libro titulado The Sha and I, escrito por un iraní de nombre irreproducible. Durante algunos minutos mareamos la perdiz con las frases protocolarias de rigor y enseguida entramos en materia: «José Manuel Lara -nos explicó- quiere un título nobiliario a toda costa y le ha dicho a Fernando Almansa que si no se lo dan piensa publicar tu libro a todo trapo. Almansa se lo contó al Rey, el Rey a Emilio Alonso Manglano y Manglano me lo ha contado a mí. Y lo peor de todo -añadió- es que durante la conversación, que ha sido muy tensa, me ha acusado de ser tu fuente. Dice que yo voy contando por ahí todos los líos de faldas del Rey».
Estuvimos hablando un buen rato. Almansa era su sustituto en la jefatura de la Casa del Rey y Manglano, el director del CESID. Sabino nos dijo que había depositado sus papeles personales en una notaría, con instrucciones detalladas para que se hicieran públicos si a él le pasaba algo. Almansa y Manglano lo sabían. Por eso solían culparle de cualquier filtración comprometedora contra el Rey.
A Sabino, como es lógico, no le conté quiénes habían sido mis fuentes, pero no tuve ningún inconveniente en darle a leer una copia del capítulo del libro que tanto revuelo estaba organizando en el Palacio de la Zarzuela (...). «Todo lo que cuentas aquí es absolutamente cierto». Luego cogió el libro que estaba sobre la mesita de centro y lo abrió por una página que, a modo de señal, tenía doblada una esquina. Era uno de los documentos incluidos en el anexo, una carta del Rey Juan Carlos dirigida al sha de Persia en 1977. Invocando el nombre de Adolfo y el peligro que representaba una posible victoria del socialismo español, que aún era marxista, le solicitaba un préstamo de 10.000 millones de pesetas.

-¡Joder! -exclamé al fijarme en la multimillonaria cantidad del préstamo solicitado.

-Imaginaos por un momento lo que pasaría si esta carta se hiciera pública en España -nos dijo-. Cuando Alfonso Guerra supo que existía le envió una fotocopia a Felipe González con un tarjetón manuscrito que decía: «Para que veas a quién estamos apoyando. Me parece gravísimo» (...).

Nos dimos la mano y Federico y yo nos fuimos por donde habíamos venido.

A los cuatro días, el teléfono de mi casa volvió a sonar inesperadamente. Esta vez me saludó la voz de Adolfo preguntándome si podía ir a verle. Y fui. Era el 24 de mayo de 1994. Transcribo ahora, literalmente, el relato que Adolfo me hizo tal y como lo consigné en mi cuaderno de notas: «El Rey me había convocado para ayer lunes a las doce de la mañana. Cuando llegué al Palacio de la Zarzuela me pasaron a la sala de visitas de la gente importante. Llegué a las doce menos cinco. El Rey sabe que yo no espero más de un cuarto de hora. Cuando estoy encendiendo un cigarro llega un ayudante del Rey y me dice que si no me importa trasladarme a otra sala de estar más pequeña. Accedí, aunque un poco mosqueado. A los pocos minutos sale el Rey, atemorizado ante la posibilidad de que yo me vaya por hacerme esperar demasiado, y me dice: ''Perdona, Adolfo, ha habido un malentendido en mi secretaría y os han convocado al mismo tiempo a otra persona y a ti. Mira, ven y verás de quién se trata". Entonces me encontré a Felipe. Los dos pusimos cara de gran perplejidad. Cuando me recibió a solas, al cabo de un rato, me dijo que estaba preocupado por tu libro y me preguntó si yo tenía noticias. Le dije que sí, que habíamos estado hablando y que me habías mandado el capítulo que hablaba de él (...). Por la tarde los Reyes viajaron a Mauritania. Cuando sólo llevaba quince minutos en mi despacho sonó el teléfono. Era el Rey desde Mauritania. Me dijo que había estado releyendo el capítulo (yo le había autorizado a sacar una fotocopia) y que estaba crecientemente preocupado, convencido de que iban a salir muchas más cosas, que había una campaña contra él y que lo mejor era que el capítulo se suprimiera del libro. Me pidió por favor que te trasmitiera esa petición».

-¿Y qué crees que debo hacer? -le pregunté cuando hubo finalizado su relato.

-Si me preguntas cuál es mi opinión te diré que, éticamente, no tiene derecho a pedírtelo. No se lo merece. El Rey te utiliza mientras te necesita y después te tira como a una colilla. (...) No le tiembla la mano a la hora de dejarte caer. Conmigo lo hizo así durante siete años. Desde mi dimisión apenas tuvimos contacto y no volvió a llamarme ni a demostrarme afecto hasta que se publicó el libro de José Luis de Vilallonga. Lo estuve leyendo durante toda la noche con mi hijo Adolfo y a la mañana siguiente le mandé una nota diciéndole que algunas de las cosas me parecían intolerables. Entre otras cosas me llamaba falangista. Le respondí que yo nunca había sido falangista, sino del Movimiento, que no es lo mismo, y que él había sido más falangista que yo. Que sus discursos cuando era príncipe están publicados y que se pueden recordar. A partir de ahí nuestras relaciones mejoraron. Y luego, la verdad, se portó muy bien durante la enfermedad de mi hija.

-Mira, Adolfo -le dije-, yo no soy ningún insensato y no tengo información suficiente para saber lo que se está cociendo en la vida política ni para valorar el impacto del dichoso libro, así que haré lo que tú me recomiendes. Pero no por el Rey, que conste. Lo hago por ti y porque soy tan imbécil que quiero a mi país y no me gustaría hacerle daño.

Aún estaba terminando de hacer mi proclama patriótica cuando sonó el teléfono. Adolfo tapó el auricular con la palma de su mano y me susurró:

-Es el Rey desde Mauritania.

La conversación duró poco más de un par de minutos. Lo que el Rey le dijera a Adolfo lo desconozco.

-Está tremendamente nervioso -me dijo (...) cuando hubo colgado. Teme que salgan muchas más cosas que le impliquen.

Le conté mi conversación con Sabino y algunas cosas más que no había incluido, por prudencia, en el capítulo del libro. Al oírlo, Adolfo comentó:

-Por lo que me cuentas, las cosas están peor de lo que creía.

Antes de despedirnos me dijo en broma que le iba a decir al Rey que me llamara y que él mismo le propondría que me diera a mí también un título nobiliario.

-¡Ni se te ocurra! -le dije entre risas.

Ya en el umbral de la puerta de su despacho, a modo de despedida, me dijo:

-No descarto la posibilidad de que, muy pronto, me toque ir al despacho del Rey para decirle: «Majestad, no tiene usted más remedio que abdicar por el bien de España».

-Sería una venganza histórica preciosa -le repliqué.

El 7 de octubre de 1994, cuatro meses después de todo aquello, el Rey le concedió a José Manuel Lara el título de marqués del Pedroso. El libro sobre Conde, El ángel caído, se publicó en junio de 1994. Casi todo lo que callé lo contaron otros en libros posteriores (...).

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