miércoles, 16 de enero de 2013

Polémicas sobre España


España como poder constituyente
GREGORIO PECES-BARBA MARTÍNEZ El País 05/01/2006
El artículo 1.1 de la Constitución de 1978 establece que "España se constituye en un Estado Social y Democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".
Esta afirmación, que no es retórica sino rigurosamente normativa, reconoce que España como realidad nacional y social es el poder constituyente, del que emanan todos los poderes constituidos, que en su vértice superior son el Estado Social y Democrático de Derecho y los valores superiores que como Ética Pública van a identificar el ordenamiento jurídico.
La nación española es así, previa a la Constitución, la realidad fundante básica, el poder constituyente originario.
Aparece también como expresión de la soberanía nacional, que reside en el pueblo español. España es la que sostiene, en su condición de poder constituyente, el poder constituido.
La legitimidad de origen y de ejercicio del poder y la justicia de su derecho traen causa de la realidad que llamamos España, garantizadora y firme apoyatura de la eficacia de ambas. Toda la estructura de la Constitución de 1978, del poder y del derecho que emanan de ella, se basan en su poder constituyente: España.
Todas las demás realidades reguladas en la Constitución, ordenación de los poderes, formas políticas del Estado, derechos fundamentales y autonomía de las nacionalidades y regiones son posteriores, dependen y han sido creadas por la Constitución.
Sólo España es anterior.
Si no se parte de esa realidad indiscutible, no se entiende nada o se construye sobre el vacío de algunas ensoñaciones y unas fantasías sin base real alguna o se persiste en agravios históricos ficticios.
Creo que en este contexto se puede explicar el debate producido por la presentación en el Congreso de los Diputados del proyecto de Estatuto de Autonomía de Cataluña sobre si esta es o no una nación.
La intransigente y permanente posición del Partido Popular es conocida. Ya desde mucho antes de la presentación del texto en el Congreso de los Diputados, primero Fraga, después Aznar y hoy Rajoy han negado siempre que Cataluña sea una nación.
Para su planteamiento de un nacionalismo español radical, el término "nacionalidades", que se utiliza en el artículo 2, es irrelevante y no se puede identificar con nación.
Es verdad que Cataluña no es una nación con el mismo contenido que España porque no supone ni poder constituyente, ni soberanía, que tiene como tal un valor jurídico previo y esencial, pero sí reúne las condiciones de una nación cultural, con los rasgos que desde Tönnies se atribuyen a las comunidades, cuya máxima expresión es la nación y que se deben distinguir de las sociedades, formas racionales de organización cuya expresión máxima es el Estado.
Así aparece clara la falsedad del principio romántico de las nacionalidades del siglo XIX, que sostenía que toda nación tenía derecho y vocación a convertirse en Estado.
Estamos ante dos órdenes sociales diferentes, que no son necesariamente imprescindibles el uno para el otro.
España es una nación soberana, una nación Estado, mientras que Cataluña es una nación cultural.
Como hemos dicho,
España es previa a la Constitución y la fundamenta como poder constituyente, mientras Cataluña es una comunidad que reúne unas condiciones de lengua, de historia y de esperanzas comunes, de literatura y arte propios que la identifican como nación cultural diferenciada, pero cuya relevancia jurídica es posterior a la Constitución.
Antes de ser reconocida por ésta bajo el término nacionalidad como comunidad autónoma, carecía de relevancia jurídica, aunque era una nación, comunidad de cultura.
Es, pues, Cataluña nación para el derecho porque la Constitución la reconoce y la garantiza y la sitúa en el interior de la nación España.
Así podemos hablar de España como nación de naciones y de regiones, como sostienen entre otros los profesores José María Jover y Francisco Tomás y Valiente, y como yo he afirmado reiteradamente.
Esta afirmación no es incompatible, sino todo lo contrario, con la afirmación, igualmente cierta, que hizo el señor Rajoy de que España es una nación de ciudadanos.
Si nos situamos en el ámbito del Estado, podemos decir que éste está formado por comunidades autónomas, organizaciones políticas y jurídicas, del orden de las sociedades, como el Estado situadas dentro de éste, formado también por ciudadanos.
Para un profesor, desde un punto de vista abstracto si analizamos el tema desde un velo de ignorancia de la realidad, con las condiciones y desde las perspectivas que acabo de apuntar, no debería haber inconveniente para hablar de Cataluña como nación.
Eso supone aceptar que la nación soberana, poder constituyente único, es España, y que a Cataluña habría que añadirle el adjetivo cultural: nación cultural.
Curiosamente, aunque no con los mismos fundamentos, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español rechazan el uso del término nación para identificar a Cataluña, en la reforma del Estatuto que se presenta.
Creo que aciertan, aunque ya he señalado que las razones justificadoras del Partido Popular no tienen fundamento.
Para llegar a la conclusión de la improcedencia del uso del término nación, se debe acudir a una lectura del proyecto de Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña el 30 de septiembre de 2005.
La sorpresa es enorme cuando se constata que en un texto de 227 artículos, 58 más que la Constitución, con 12 disposiciones adicionales, 3 disposiciones transitorias y 5 disposiciones finales, no aparece ni una sola vez ni el concepto ni la palabra España.
Lo que no deja de ser sorprendente, tratándose del poder constituyente de la Constitución de 1978, de la que depende jerárquicamente cualquier norma inferior como los Estatutos de Autonomía, entre ellos el catalán. Por consiguiente, si no se puede aceptar el uso del término nación para Cataluña, ni aunque se añadiese el adjetivo cultural, es porque los propios redactores del proyecto rompen todas las reglas de funcionamiento de un ordenamiento delque se deben predicar su unidad, su coherencia y su plenitud. La negativa se la han ganado a pulso. Ningún reproche se puede hacer a quienes rechazan la inclusión del concepto, son los planteamientos propios y los errores propios los que dan motivo para fundamentar el rechazo.
En otro artículo anterior sostuve que se debía entrar en el fondo del debate del Proyecto de Estatuto porque, a diferencia del modelo vasco, se habían respetado los procedimientos.
Creo que fue sensata y razonable la admisión a trámite para ser discutido en sus contenidos. De la misma forma afirmo que deben hacerse, a mi juicio, muchas modificaciones para conseguir ajustarlo a la Constitución. Parece que no se acepta que España sea el poder constituyente, ni siquiera que sea un interlocutor. Siempre se utiliza el término Estado Español, con lo que el texto se sitúa en la filosofía de que España es un Estado plurinacional, pero no una nación. Para estos planteamientos, Castilla, Aragón y León son los interlocutores nacionales de Cataluña.
El Gobierno y el Partido Socialista tienen una gran responsabilidad porque son los únicos que realmente quieren reformar el proyecto en el sentido en que ese concepto debe ser entendido en la cultura política y jurídica constitucional. El Partido Popular no quiere realmente la reforma. Su conversión, desde el rechazo del debate y su pretensión de enviar el texto al Tribunal Constitucional, hasta su actual postura de presentación de enmiendas y de participación en el debate ante la comisión constitucional, es demasiado rápida y además cínica cuando reclama del PSOE un consenso. Parece que olvida lo que ha dicho y ha hecho hasta ahora, como si tuviera una inocencia histórica sobre el pasado. Probablemente era tan insostenible su "mantenella y no enmendalla" que se han visto obligados a simular un giro poco creíble.
Y si el Partido Popular no cree en su reforma de verdad, los partidos catalanes, tal como se desprende de su propuesta, no creen en la Constitución. Si creyeran en ella, no habrían hecho más que un proyecto confederal, donde la Generalitat aparece en una relación bilateral y en igualdad de condiciones de sus órganos con los del Estado, sin reconocer la soberanía ni la existencia de España como poder constituyente. Se confirma que el PSOE soporta la enorme responsabilidad de defender la Constitución, que tanto progreso y tanta libertad nos ha producido, y al mismo tiempo abrirla a las legítimas aspiraciones de los pueblos organizados en comunidades autónomas. Como decía Baudelaire, "para levantar un peso tan grande, Sísifo, hace falta tu coraje". La defiende en solitario con algún otro pequeño grupo y creo que con la inmensa mayoría de los ciudadanos. El Partido Popular la empequeñece hasta convertirla en mezquina y conservadora, y los nacionalistas con su proyecto la desvirtúan, abusan de ella y la transforman en un inmenso fraude. Lo único que puede explicar su comportamiento es que intentan aplicar aquella filosofía que Weber apuntó como estrategia de los pueblos en la historia: tienden a pedir lo imposible para ir alcanzando poco a poco lo posible. Esta hipótesis la podremos comprobar al final del debate en la comisión constitucional del Congreso.
Tengo la absoluta seguridad de que el Partido Socialista Obrero Español va a hacer todos los esfuerzos y va a emplear toda su inteligencia para una adaptación suave y realista del texto remitido a la Constitución, y en ese sentido, va a impulsar la reforma posible. Si los nacionalistas aceptan los resultados y además contribuyen a su redacción final, habremos visto cómo han aplicado con juicio y con mesura la filosofía de Weber. En caso contrario, habrán retrasado para muchos años su progreso autonómico, porque el Partido Socialista habrá salido escaldado y escarmentado en su buena fe y en su juego limpio. Ahora sólo queda esperar al debate en la Comisión Constitucional del Congreso, que preside Alfonso Guerra, lo que para mí y para muchos es una garantía. No adelantemos acontecimientos, no describamos la gran cantidad de normas del Proyecto de Estatuto que deben ser modificadas. Confiemos en la buena fe y en el sentido constructivo de unos y de otros, desde la tranquilidad que nos da un Partido Socialista garante de la lealtad constitucional.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.



La miopía sectaria de Peces-Barba
El presidente está maniatado no sólo por sus compromisos electorales, sino sobre todo por haber caído en manos de ERC, un socio incómodo e incluso desleal
Jaime Ignacio del Burgo
En un artículo publicado en el diario El País el pasado jueves, 5 de enero, el profesor Peces-Barba formula una serie de importantísimas consideraciones sobre el momento político español desde la perspectiva constitucional. El título del artículo "España como poder constituyente" expresa sin reserva alguna el pensamiento del actual rector de la Universidad Carlos III, con la autoridad que sin duda le proporciona haber sido el ponente socialista de la Constitución de 1978.
Confieso mi total identificación —salvo una importante matización a la que luego me referiré— con los principales puntos de partida del artículo y que podría sintetizar de la siguiente forma:
-España es una nación soberana.
-La nación española es anterior a la Constitución.
-El poder constituyente pertenece a España, se ejerce por el pueblo español y, por tanto, la Constitución es consecuencia del ejercicio del poder originario de la nación española.
-Todas las demás realidades reguladas en la Constitución (ordenación de los poderes, formas políticas del Estado, derechos fundamentales y autonomía de las nacionalidades y regiones) son posteriores, dependen y han sido creadas por la Constitución.
Mi única matización a tan nítida proclamación de principios obedece a que no participo de esta concepción en cierto modo absolutista de la soberanía. Si bien es cierto que la Constitución es fuente de legitimación de las realidades especificadas por Peces-Barba no creo que los derechos fundamentales dependan y hayan sido creados por la Constitución, pues la persona, como sujeto de derechos y libertades fundamentales, es anterior a la misma. De la misma forma, hay otras realidades constitucionales preexistentes. Este sería el caso de la Corona, atribuida al heredero "de la dinastía histórica", y desde luego el de los derechos históricos o regímenes originarios de los territorios forales. Estos últimos fueron amparados y protegidos por la Constitución, no creados por ella, precisamente por ser preconstitucionales, aunque la constatación constitucional de su existencia resulte imprescindible para su incorporación al ordenamiento jurídico español.
En cuanto al derecho a la autonomía, si la Constitución lo reconoce respecto a las nacionalidades y regiones "que integran España", no es por una decisión puramente voluntarista del constituyente sino porque sin lugar a dudas tales realidades se insertan en el ser histórico de España, aunque su acceso al autogobierno requiera pasar por el trámite de conversión en Comunidades Autónomas de acuerdo con las normas constitucionales.

Cataluña, ni siquiera nación cultural
Pues bien, el profesor Peces-Barba analiza, a la luz de los principios expuestos, el contenido del nuevo Estatuto catalán. Si España es la única nación soberana, Cataluña no puede ser nación con el mismo contenido que España. España no es un Estado plurinacional. Ahora bien, si la Constitución reconoce la existencia de nacionalidades, España es una "nación de naciones". Tales naciones han de entenderse tan sólo como "nación cultural" y no pueden pretender la aplicación del romántico principio de las nacionalidades del siglo XIX según el cual toda nación tiene derecho a convertirse en Estado independiente.
Desde esta perspectiva, Peces-Barba analiza con extraordinario sentido crítico el Estatuto catalán. Según el profesor socialista, aquél parte del desconocimiento de la existencia de España como nación, a la que ni siquiera se cita a lo largo del Estatuto, se inventa una realidad inexistente —la plurinacionalidad del Estado—, pretende una relación bilateral en igualdad con el Estado y desconoce que la soberanía, y por tanto, el poder constituyente corresponde exclusivamente a la nación española, razón por la que ni siquiera —a juicio de Peces Barba— debe admitirse la definición de Cataluña como "nación cultural". "Si no se puede aceptar el uso del término nación para Cataluña —sentencia—, ni aunque se añadiese el adjetivo cultural, es porque los propios redactores del proyecto rompen todas las reglas de funcionamiento de un ordenamiento del que deben predicar su unidad, su coherencia y su plenitud. La negativa se la han ganado a pulso. Ningún reproche se puede hacer a quienes rechazan la inclusión de tal concepto. Son los planteamientos propios y los errores propios los que dan motivo para fundamentar el rechazo".
Con tales razonamientos, alguien podría pensar que Peces-Barba aboga por el entendimiento entre el Partido Socialista y el Partido Popular para hacer frente de manera conjunta a un Estatuto tan manifiestamente inconstitucional. Pero no es así. Los únicos valedores reales de la Constitución son el Gobierno y el PSOE, pues el Partido Popular "la empequeñece hasta convertirla en mezquina y conservadora". De una postura de rechazo frontal al Estatuto, porque desde mucho antes de su presentación tanto Aznar como Fraga, como hoy Rajoy, habían negado a Cataluña su condición de nación, el PP ha pasado a presentar enmiendas y reclamar consenso al PSOE. Y esto es una postura "cínica". Sólo el PSOE es el "garante de la lealtad constitucional".

Sectarismo antiPP
Peces-Barba tiene una cierta pretensión al sectarismo. Ya lo demostró en los debates de la Constitución cuando un buen día abandonó la ponencia constitucional porque no prevalecía su enemiga contra la libertad de enseñanza hasta que Fernando Abril y Alfonso Guerra lograron deshacer el entuerto. Lo hemos visto ahora en el ejercicio de su cargo de Alto Comisionado para las víctimas del terrorismo donde alguna de sus actuaciones han sido piedra de contradicción y motivo de división de un colectivo que sólo merece respeto, comprensión y mucho afecto.
Por eso no es de extrañar que para compensar su frontal y público rechazo al Estatuto catalán y no ser tildado por ello de reaccionario, lance sus dardos afilados contra el único partido que desde un principio se ha enfrentado con firmeza y congruencia a la deriva nacionalista. La actitud del Partido Popular ha sido inequívoca y coherente desde un principio. En el Congreso se opuso a la admisión a trámite del proyecto de Estatuto por ser manifiestamente inconstitucional. Y no cabe acusar al PP de practicar una sistemática política de negación, porque el grupo parlamentario popular en el Parlamento de Cataluña participó en los trabajos de redacción del proyecto, presentó propuestas y enmiendas y trató de evitar la remisión a Madrid de un texto tan nocivo, según expresa Peces-Barba. Y si ahora, en el Congreso, el PP ha presentado enmiendas de supresión, sustitución y modificación es porque pretende conseguir un debate público y sereno sobre el proyecto, previo acuerdo con el PSOE si fuera posible. Ocurre que la orden de marginar al PP en todo el proceso ha partido del propio presidente del Gobierno que ha impuesto, además, al proceso de negociación una total opacidad impropia de un régimen parlamentario.
Peces-Barba tampoco quiere reconocer que el Partido Popular fue el único partido que en el debate de admisión a trámite en el Congreso solicitó su devolución al Parlamento de Cataluña por las mismas razones por las que el que fuera ponente socialista lo rechaza de forma tan vehemente. La razón fundamental es que el proyecto no se ajusta a la Constitución. Por otra parte, no se puede descalificar a nadie porque no acepte como dogma de fe que España sea una nación de naciones. Como también resulta manifiestamente opinable la afirmación de que nacionalidad y nación cultural son términos sinónimos. Todo ello podría ser una interpretación razonable del artículo 2 de la Constitución, pero Peces-Barba debiera admitir que hay otras interpretaciones en sentido contrario, no dogmáticas e igualmente razonables.
Como el propio Peces-Barba reconoce, no estamos ante la reforma del Estatuto de una Comunidad Autónoma que quiere ser considerada como nación cultural, sino ante algo de mucho mayor calado. El Estatuto es en realidad la Constitución de un nuevo Estado, el Estado catalán. Todo el proyecto se sustenta en la soberanía nacional de Cataluña. Es una exaltación del principio de las nacionalidades entendida en su acepción más auténtica y nada romántica. De ahí que si Cataluña es una nación,  la Generalidad debe convertirse en el Estado catalán. La presencia directa del Estado español en Cataluña ha de desaparecer. El Estatuto supone la práctica expulsión de la Administración del Estado del territorio de Cataluña. Los ciudadanos catalanes nunca más volverán a relacionarse directamente con el Estado español. En el ámbito de la Justicia, a los ciudadanos catalanes les estará vedado recurrir al Tribunal Supremo. Se producirá un vaciamiento total de las competencias estatales en Cataluña. La bilateralidad no es más que una consecuencia lógica derivada de la soberanía nacional de Cataluña. Se llega al esperpento de proclamar, desde el Estatuto catalán, que España es un "Estado plurinacional", al que de manera unilateral se reservan algunas competencias (la defensa y poco más), que en cualquier caso han de ejercerse de acuerdo con la Generalidad. La nueva Confederación hispana surgida tras la aprobación del Estatuto ni siquiera podría ejercer su propia política exterior sin contar con la Generalidad.

La difícil cuadratura del círculo
Por eso es tan difícil conseguir esa "adaptación suave y realista del texto remitido a la Constitución" preconizada por Peces-Barba. Olvida que, a diferencia del plan Ibarreche, el principal responsable de este entuerto es un socialista, Pascual Maragall, al que hace mucho tiempo califiqué como "dinamitero" de la Constitución por intentar la aprobación por mayoría absoluta de un Estatuto claramente inconstitucional sin plantear previamente la reforma de nuestra Carta Magna. Algunos socialistas ya lo han dicho: es como pretender la cuadratura del círculo.
Peces-Barba olvida otra cosa más. Si el Estatuto de la nación catalana se aprobó en el Parlamento catalán, donde estuvo a punto de naufragar, fue por el empeño personal del presidente del Gobierno español. Y no se invoque como justificación de la actitud de Rodríguez Zapatero en todo este proceso el compromiso expresado durante la campaña de las elecciones autonómicas catalanas a apoyar cualquier proyecto surgido de la voluntad del Parlamento de Cataluña. Dicho compromiso sólo puede tener sentido si la propuesta remitida al Congreso hubiera respetado el marco de la Constitución, pues no se puede exigir que el presidente del Gobierno de la nación española traicione el juramento o promesa de guardar y hacer cumplir la Constitución.
El sectarismo conduce a Peces-Barba a la descalificación del Partido Popular y, en este caso, a la miopía política. Cuando está en juego la supervivencia de la Constitución, no se puede despreciar la mano tendida de quien se ofrece para aunar fuerzas en su defensa. No somos ni intransigentes, ni desleales, ni cínicos, ni por supuesto participamos de ningún "nacionalismo español radical". El PP, mientras gobernó, demostró su lealtad a la Constitución. No hubo bajo los Gobiernos de Aznar ninguna involución autonómica. Por el contrario, tanto Cataluña como el País Vasco, vieron incrementado de forma notable su nivel de autogobierno. Convendrá recordar que bajo el Gobierno del PP —y en el marco de un total consenso con el PSOE— se produjo la equiparación de las Comunidades autónomas del artículo 143 con las del 151 en materias tan importantes como la educación y la sanidad. Y por último, el PP fue capaz de pactar con todas las Comunidades Autónomas el actual modelo de financiación.
Hace unos días se ha producido un ejemplo de cómo es posible el entendimiento entre los dos grandes partidos para respetar y hacer respetar el marco de la Constitución. Me refiero al Estatuto de la Comunidad Valenciana que acaba de superar, con el acuerdo del PP y del PSOE, el trámite de ponencia. Se limaron algunas asperezas constitucionales y se ratificó básicamente el texto consensuado en las Cortes valencianas.
¿Por qué no se puede mantener este mismo clima de entendimiento a la hora de abordar en común la respuesta constitucionalista al proyectado Estatuto de Cataluña? La respuesta la sabe todo el mundo. El presidente está maniatado no sólo por sus compromisos  electorales, sino sobre todo por haber caído en manos de ERC, un socio incómodo e incluso desleal pero absolutamente necesario para permanecer en el Gobierno. Y ya sabemos que para el partido independentista catalán, la Constitución es un obstáculo para sus sueños separatistas. El Estatuto propuesto no es la solución final, pero sí un paso gigantesco hacia la independencia. Si el Gobierno y el PSOE, que son los responsables de haber permitido que las cosas lleguen hasta donde están, son los únicos garantes de la lealtad constitucional, Dios nos coja confesados. No ver esto, por puro sectarismo antiPP, demuestra una notable miopía política.

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