España como poder constituyente
GREGORIO PECES-BARBA MARTÍNEZ El País
05/01/2006
El artículo 1.1 de la Constitución de
1978 establece que "España se constituye en un Estado Social y Democrático
de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la
libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".
Esta afirmación, que no es retórica sino
rigurosamente normativa, reconoce que España como realidad nacional y social es
el poder constituyente, del que emanan todos los poderes constituidos, que en
su vértice superior son el Estado Social y Democrático de Derecho y los valores
superiores que como Ética Pública van a identificar el ordenamiento jurídico.
La nación española es así, previa a la
Constitución, la realidad fundante básica, el poder constituyente originario.
Aparece también como expresión de la
soberanía nacional, que reside en el pueblo español. España es la que sostiene,
en su condición de poder constituyente, el poder constituido.
La legitimidad de origen y de ejercicio
del poder y la justicia de su derecho traen causa de la realidad que llamamos
España, garantizadora y firme apoyatura de la eficacia de ambas. Toda la
estructura de la Constitución de 1978, del poder y del derecho que emanan de
ella, se basan en su poder constituyente: España.
Todas las demás realidades reguladas en
la Constitución, ordenación de los poderes, formas políticas del Estado,
derechos fundamentales y autonomía de las nacionalidades y regiones son
posteriores, dependen y han sido creadas por la Constitución.
Sólo España es anterior.
Si no se parte de esa realidad
indiscutible, no se entiende nada o se construye sobre el vacío de algunas
ensoñaciones y unas fantasías sin base real alguna o se persiste en agravios
históricos ficticios.
Creo que en este contexto se puede
explicar el debate producido por la presentación en el Congreso de los
Diputados del proyecto de Estatuto de Autonomía de Cataluña sobre si esta es o
no una nación.
La intransigente y permanente posición
del Partido Popular es conocida. Ya desde mucho antes de la presentación del
texto en el Congreso de los Diputados, primero Fraga, después Aznar y hoy Rajoy
han negado siempre que Cataluña sea una nación.
Para su planteamiento de un nacionalismo
español radical, el término "nacionalidades", que se utiliza en el
artículo 2, es irrelevante y no se puede identificar con nación.
Es verdad que Cataluña no es una nación
con el mismo contenido que España porque no supone ni poder constituyente, ni
soberanía, que tiene como tal un valor jurídico previo y esencial, pero sí
reúne las condiciones de una nación cultural, con los rasgos que desde Tönnies
se atribuyen a las comunidades, cuya máxima expresión es la nación y que se
deben distinguir de las sociedades, formas racionales de organización cuya
expresión máxima es el Estado.
Así aparece clara la falsedad del
principio romántico de las nacionalidades del siglo XIX, que sostenía que toda
nación tenía derecho y vocación a convertirse en Estado.
Estamos ante dos órdenes sociales
diferentes, que no son necesariamente imprescindibles el uno para el otro.
España es una nación soberana, una
nación Estado, mientras que Cataluña es una nación cultural.
Como hemos dicho,
España es previa a la Constitución y
la fundamenta como poder constituyente, mientras Cataluña es una comunidad que
reúne unas condiciones de lengua, de historia y de esperanzas comunes, de
literatura y arte propios que la identifican como nación cultural diferenciada,
pero cuya relevancia jurídica es posterior a la Constitución.
Antes de ser reconocida por ésta bajo
el término nacionalidad como comunidad autónoma, carecía de relevancia
jurídica, aunque era una nación, comunidad de cultura.
Es, pues, Cataluña nación para el
derecho porque la Constitución la reconoce y la garantiza y la sitúa en el
interior de la nación España.
Así podemos hablar de España como nación
de naciones y de regiones, como sostienen entre otros los profesores José María
Jover y Francisco Tomás y Valiente, y como yo he afirmado reiteradamente.
Esta afirmación no es incompatible, sino
todo lo contrario, con la afirmación, igualmente cierta, que hizo el señor
Rajoy de que España es una nación de ciudadanos.
Si nos situamos en el ámbito del Estado,
podemos decir que éste está formado por comunidades autónomas, organizaciones
políticas y jurídicas, del orden de las sociedades, como el Estado situadas
dentro de éste, formado también por ciudadanos.
Para un profesor, desde un punto de
vista abstracto si analizamos el tema desde un velo de ignorancia de la
realidad, con las condiciones y desde las perspectivas que acabo de apuntar, no
debería haber inconveniente para hablar de Cataluña como nación.
Eso supone aceptar que la nación
soberana, poder constituyente único, es España, y que a Cataluña habría que
añadirle el adjetivo cultural: nación cultural.
Curiosamente, aunque no con los mismos
fundamentos, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español rechazan
el uso del término nación para identificar a Cataluña, en la reforma del
Estatuto que se presenta.
Creo que aciertan, aunque ya he señalado
que las razones justificadoras del Partido Popular no tienen fundamento.
Para llegar a la conclusión de la
improcedencia del uso del término nación, se debe acudir a una lectura del
proyecto de Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña el 30 de septiembre
de 2005.
La sorpresa es enorme cuando se constata
que en un texto de 227 artículos, 58 más que la Constitución, con 12
disposiciones adicionales, 3 disposiciones transitorias y 5 disposiciones
finales, no aparece ni una sola vez ni el concepto ni la palabra España.
Lo que no deja de ser sorprendente,
tratándose del poder constituyente de la Constitución de 1978, de la que
depende jerárquicamente cualquier norma inferior como los Estatutos de
Autonomía, entre ellos el catalán. Por consiguiente, si no se puede aceptar el
uso del término nación para Cataluña, ni aunque se añadiese el adjetivo
cultural, es porque los propios redactores del proyecto rompen todas las reglas
de funcionamiento de un ordenamiento delque se deben predicar su unidad, su
coherencia y su plenitud. La negativa se la han ganado a pulso. Ningún reproche
se puede hacer a quienes rechazan la inclusión del concepto, son los
planteamientos propios y los errores propios los que dan motivo para
fundamentar el rechazo.
En otro artículo anterior sostuve que se
debía entrar en el fondo del debate del Proyecto de Estatuto porque, a
diferencia del modelo vasco, se habían respetado los procedimientos.
Creo que fue sensata y razonable la
admisión a trámite para ser discutido en sus contenidos. De la misma forma
afirmo que deben hacerse, a mi juicio, muchas modificaciones para conseguir
ajustarlo a la Constitución. Parece que no se acepta que España sea el poder
constituyente, ni siquiera que sea un interlocutor. Siempre se utiliza el
término Estado Español, con lo que el texto se sitúa en la filosofía de que
España es un Estado plurinacional, pero no una nación. Para estos
planteamientos, Castilla, Aragón y León son los interlocutores nacionales de
Cataluña.
El Gobierno y el Partido Socialista
tienen una gran responsabilidad porque son los únicos que realmente quieren
reformar el proyecto en el sentido en que ese concepto debe ser entendido en la
cultura política y jurídica constitucional. El Partido Popular no quiere realmente
la reforma. Su conversión, desde el rechazo del debate y su pretensión de
enviar el texto al Tribunal Constitucional, hasta su actual postura de
presentación de enmiendas y de participación en el debate ante la comisión
constitucional, es demasiado rápida y además cínica cuando reclama del PSOE un
consenso. Parece que olvida lo que ha dicho y ha hecho hasta ahora, como si
tuviera una inocencia histórica sobre el pasado. Probablemente era tan
insostenible su "mantenella y no enmendalla" que se han visto
obligados a simular un giro poco creíble.
Y si el Partido Popular no cree en su
reforma de verdad, los partidos catalanes, tal como se desprende de su
propuesta, no creen en la Constitución. Si creyeran en ella, no habrían hecho
más que un proyecto confederal, donde la Generalitat aparece en una relación
bilateral y en igualdad de condiciones de sus órganos con los del Estado, sin
reconocer la soberanía ni la existencia de España como poder constituyente. Se
confirma que el PSOE soporta la enorme responsabilidad de defender la
Constitución, que tanto progreso y tanta libertad nos ha producido, y al mismo
tiempo abrirla a las legítimas aspiraciones de los pueblos organizados en
comunidades autónomas. Como decía Baudelaire, "para levantar un peso tan
grande, Sísifo, hace falta tu coraje". La defiende en solitario con algún
otro pequeño grupo y creo que con la inmensa mayoría de los ciudadanos. El
Partido Popular la empequeñece hasta convertirla en mezquina y conservadora, y
los nacionalistas con su proyecto la desvirtúan, abusan de ella y la
transforman en un inmenso fraude. Lo único que puede explicar su comportamiento
es que intentan aplicar aquella filosofía que Weber apuntó como estrategia de
los pueblos en la historia: tienden a pedir lo imposible para ir alcanzando
poco a poco lo posible. Esta hipótesis la podremos comprobar al final del
debate en la comisión constitucional del Congreso.
Tengo la absoluta seguridad de que el
Partido Socialista Obrero Español va a hacer todos los esfuerzos y va a emplear
toda su inteligencia para una adaptación suave y realista del texto remitido a
la Constitución, y en ese sentido, va a impulsar la reforma posible. Si los
nacionalistas aceptan los resultados y además contribuyen a su redacción final,
habremos visto cómo han aplicado con juicio y con mesura la filosofía de Weber.
En caso contrario, habrán retrasado para muchos años su progreso autonómico,
porque el Partido Socialista habrá salido escaldado y escarmentado en su buena
fe y en su juego limpio. Ahora sólo queda esperar al debate en la Comisión
Constitucional del Congreso, que preside Alfonso Guerra, lo que para mí y para
muchos es una garantía. No adelantemos acontecimientos, no describamos la gran
cantidad de normas del Proyecto de Estatuto que deben ser modificadas.
Confiemos en la buena fe y en el sentido constructivo de unos y de otros, desde
la tranquilidad que nos da un Partido Socialista garante de la lealtad
constitucional.
Gregorio Peces-Barba Martínez es
catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de
Madrid.
La miopía sectaria de Peces-Barba
El presidente está maniatado no sólo por
sus compromisos electorales, sino sobre todo por haber caído en manos de ERC,
un socio incómodo e incluso desleal
Jaime Ignacio del Burgo
En un artículo publicado en el diario El
País el pasado jueves, 5 de enero, el profesor Peces-Barba formula una serie de
importantísimas consideraciones sobre el momento político español desde la
perspectiva constitucional. El título del artículo "España como poder
constituyente" expresa sin reserva alguna el pensamiento del actual rector
de la Universidad Carlos III, con la autoridad que sin duda le proporciona
haber sido el ponente socialista de la Constitución de 1978.
Confieso mi total identificación —salvo
una importante matización a la que luego me referiré— con los principales
puntos de partida del artículo y que podría sintetizar de la siguiente forma:
-España es una nación soberana.
-La nación española es anterior a la
Constitución.
-El poder constituyente pertenece a
España, se ejerce por el pueblo español y, por tanto, la Constitución es
consecuencia del ejercicio del poder originario de la nación española.
-Todas las demás realidades reguladas en
la Constitución (ordenación de los poderes, formas políticas del Estado,
derechos fundamentales y autonomía de las nacionalidades y regiones) son
posteriores, dependen y han sido creadas por la Constitución.
Mi única matización a tan nítida
proclamación de principios obedece a que no participo de esta concepción en
cierto modo absolutista de la soberanía. Si bien es cierto que la Constitución
es fuente de legitimación de las realidades especificadas por Peces-Barba no
creo que los derechos fundamentales dependan y hayan sido creados por la
Constitución, pues la persona, como sujeto de derechos y libertades
fundamentales, es anterior a la misma. De la misma forma, hay otras realidades
constitucionales preexistentes. Este sería el caso de la Corona, atribuida al
heredero "de la dinastía histórica", y desde luego el de los derechos
históricos o regímenes originarios de los territorios forales. Estos últimos
fueron amparados y protegidos por la Constitución, no creados por ella,
precisamente por ser preconstitucionales, aunque la constatación constitucional
de su existencia resulte imprescindible para su incorporación al ordenamiento
jurídico español.
En cuanto al derecho a la autonomía, si
la Constitución lo reconoce respecto a las nacionalidades y regiones "que
integran España", no es por una decisión puramente voluntarista del
constituyente sino porque sin lugar a dudas tales realidades se insertan en el
ser histórico de España, aunque su acceso al autogobierno requiera pasar por el
trámite de conversión en Comunidades Autónomas de acuerdo con las normas constitucionales.
Cataluña, ni siquiera nación cultural
Pues bien, el profesor Peces-Barba
analiza, a la luz de los principios expuestos, el contenido del nuevo Estatuto
catalán. Si España es la única nación soberana, Cataluña no puede ser nación
con el mismo contenido que España. España no es un Estado plurinacional. Ahora
bien, si la Constitución reconoce la existencia de nacionalidades, España es
una "nación de naciones". Tales naciones han de entenderse tan sólo
como "nación cultural" y no pueden pretender la aplicación del
romántico principio de las nacionalidades del siglo XIX según el cual toda
nación tiene derecho a convertirse en Estado independiente.
Desde esta perspectiva, Peces-Barba
analiza con extraordinario sentido crítico el Estatuto catalán. Según el
profesor socialista, aquél parte del desconocimiento de la existencia de España
como nación, a la que ni siquiera se cita a lo largo del Estatuto, se inventa
una realidad inexistente —la plurinacionalidad del Estado—, pretende una
relación bilateral en igualdad con el Estado y desconoce que la soberanía, y
por tanto, el poder constituyente corresponde exclusivamente a la nación
española, razón por la que ni siquiera —a juicio de Peces Barba— debe admitirse
la definición de Cataluña como "nación cultural". "Si no se
puede aceptar el uso del término nación para Cataluña —sentencia—, ni aunque se
añadiese el adjetivo cultural, es porque los propios redactores del proyecto
rompen todas las reglas de funcionamiento de un ordenamiento del que deben
predicar su unidad, su coherencia y su plenitud. La negativa se la han ganado a
pulso. Ningún reproche se puede hacer a quienes rechazan la inclusión de tal
concepto. Son los planteamientos propios y los errores propios los que dan
motivo para fundamentar el rechazo".
Con tales razonamientos, alguien podría
pensar que Peces-Barba aboga por el entendimiento entre el Partido Socialista y
el Partido Popular para hacer frente de manera conjunta a un Estatuto tan
manifiestamente inconstitucional. Pero no es así. Los únicos valedores reales
de la Constitución son el Gobierno y el PSOE, pues el Partido Popular "la
empequeñece hasta convertirla en mezquina y conservadora". De una postura
de rechazo frontal al Estatuto, porque desde mucho antes de su presentación tanto
Aznar como Fraga, como hoy Rajoy, habían negado a Cataluña su condición de
nación, el PP ha pasado a presentar enmiendas y reclamar consenso al PSOE. Y
esto es una postura "cínica". Sólo el PSOE es el "garante de la
lealtad constitucional".
Sectarismo antiPP
Peces-Barba tiene una cierta pretensión
al sectarismo. Ya lo demostró en los debates de la Constitución cuando un buen
día abandonó la ponencia constitucional porque no prevalecía su enemiga contra
la libertad de enseñanza hasta que Fernando Abril y Alfonso Guerra lograron
deshacer el entuerto. Lo hemos visto ahora en el ejercicio de su cargo de Alto
Comisionado para las víctimas del terrorismo donde alguna de sus actuaciones
han sido piedra de contradicción y motivo de división de un colectivo que sólo
merece respeto, comprensión y mucho afecto.
Por eso no es de extrañar que para
compensar su frontal y público rechazo al Estatuto catalán y no ser tildado por
ello de reaccionario, lance sus dardos afilados contra el único partido que
desde un principio se ha enfrentado con firmeza y congruencia a la deriva
nacionalista. La actitud del Partido Popular ha sido inequívoca y coherente
desde un principio. En el Congreso se opuso a la admisión a trámite del
proyecto de Estatuto por ser manifiestamente inconstitucional. Y no cabe acusar
al PP de practicar una sistemática política de negación, porque el grupo
parlamentario popular en el Parlamento de Cataluña participó en los trabajos de
redacción del proyecto, presentó propuestas y enmiendas y trató de evitar la
remisión a Madrid de un texto tan nocivo, según expresa Peces-Barba. Y si
ahora, en el Congreso, el PP ha presentado enmiendas de supresión, sustitución
y modificación es porque pretende conseguir un debate público y sereno sobre el
proyecto, previo acuerdo con el PSOE si fuera posible. Ocurre que la orden de
marginar al PP en todo el proceso ha partido del propio presidente del Gobierno
que ha impuesto, además, al proceso de negociación una total opacidad impropia
de un régimen parlamentario.
Peces-Barba tampoco quiere reconocer que
el Partido Popular fue el único partido que en el debate de admisión a trámite
en el Congreso solicitó su devolución al Parlamento de Cataluña por las mismas
razones por las que el que fuera ponente socialista lo rechaza de forma tan vehemente.
La razón fundamental es que el proyecto no se ajusta a la Constitución. Por
otra parte, no se puede descalificar a nadie porque no acepte como dogma de fe
que España sea una nación de naciones. Como también resulta manifiestamente
opinable la afirmación de que nacionalidad y nación cultural son términos
sinónimos. Todo ello podría ser una interpretación razonable del artículo 2 de
la Constitución, pero Peces-Barba debiera admitir que hay otras
interpretaciones en sentido contrario, no dogmáticas e igualmente razonables.
Como el propio Peces-Barba reconoce, no
estamos ante la reforma del Estatuto de una Comunidad Autónoma que quiere ser
considerada como nación cultural, sino ante algo de mucho mayor calado. El
Estatuto es en realidad la Constitución de un nuevo Estado, el Estado catalán.
Todo el proyecto se sustenta en la soberanía nacional de Cataluña. Es una
exaltación del principio de las nacionalidades entendida en su acepción más
auténtica y nada romántica. De ahí que si Cataluña es una nación, la Generalidad debe convertirse en el Estado
catalán. La presencia directa del Estado español en Cataluña ha de desaparecer.
El Estatuto supone la práctica expulsión de la Administración del Estado del
territorio de Cataluña. Los ciudadanos catalanes nunca más volverán a
relacionarse directamente con el Estado español. En el ámbito de la Justicia, a
los ciudadanos catalanes les estará vedado recurrir al Tribunal Supremo. Se
producirá un vaciamiento total de las competencias estatales en Cataluña. La
bilateralidad no es más que una consecuencia lógica derivada de la soberanía
nacional de Cataluña. Se llega al esperpento de proclamar, desde el Estatuto
catalán, que España es un "Estado plurinacional", al que de manera
unilateral se reservan algunas competencias (la defensa y poco más), que en
cualquier caso han de ejercerse de acuerdo con la Generalidad. La nueva
Confederación hispana surgida tras la aprobación del Estatuto ni siquiera
podría ejercer su propia política exterior sin contar con la Generalidad.
La difícil cuadratura del círculo
Por eso es tan difícil conseguir esa
"adaptación suave y realista del texto remitido a la Constitución"
preconizada por Peces-Barba. Olvida que, a diferencia del plan Ibarreche, el
principal responsable de este entuerto es un socialista, Pascual Maragall, al
que hace mucho tiempo califiqué como "dinamitero" de la Constitución
por intentar la aprobación por mayoría absoluta de un Estatuto claramente
inconstitucional sin plantear previamente la reforma de nuestra Carta Magna.
Algunos socialistas ya lo han dicho: es como pretender la cuadratura del
círculo.
Peces-Barba olvida otra cosa más. Si el
Estatuto de la nación catalana se aprobó en el Parlamento catalán, donde estuvo
a punto de naufragar, fue por el empeño personal del presidente del Gobierno
español. Y no se invoque como justificación de la actitud de Rodríguez Zapatero
en todo este proceso el compromiso expresado durante la campaña de las
elecciones autonómicas catalanas a apoyar cualquier proyecto surgido de la voluntad
del Parlamento de Cataluña. Dicho compromiso sólo puede tener sentido si la
propuesta remitida al Congreso hubiera respetado el marco de la Constitución,
pues no se puede exigir que el presidente del Gobierno de la nación española
traicione el juramento o promesa de guardar y hacer cumplir la Constitución.
El sectarismo conduce a Peces-Barba a la
descalificación del Partido Popular y, en este caso, a la miopía política.
Cuando está en juego la supervivencia de la Constitución, no se puede
despreciar la mano tendida de quien se ofrece para aunar fuerzas en su defensa.
No somos ni intransigentes, ni desleales, ni cínicos, ni por supuesto
participamos de ningún "nacionalismo español radical". El PP,
mientras gobernó, demostró su lealtad a la Constitución. No hubo bajo los
Gobiernos de Aznar ninguna involución autonómica. Por el contrario, tanto
Cataluña como el País Vasco, vieron incrementado de forma notable su nivel de
autogobierno. Convendrá recordar que bajo el Gobierno del PP —y en el marco de
un total consenso con el PSOE— se produjo la equiparación de las Comunidades
autónomas del artículo 143 con las del 151 en materias tan importantes como la
educación y la sanidad. Y por último, el PP fue capaz de pactar con todas las
Comunidades Autónomas el actual modelo de financiación.
Hace unos días se ha producido un
ejemplo de cómo es posible el entendimiento entre los dos grandes partidos para
respetar y hacer respetar el marco de la Constitución. Me refiero al Estatuto
de la Comunidad Valenciana que acaba de superar, con el acuerdo del PP y del
PSOE, el trámite de ponencia. Se limaron algunas asperezas constitucionales y
se ratificó básicamente el texto consensuado en las Cortes valencianas.
¿Por qué no se puede mantener este mismo
clima de entendimiento a la hora de abordar en común la respuesta
constitucionalista al proyectado Estatuto de Cataluña? La respuesta la sabe
todo el mundo. El presidente está maniatado no sólo por sus compromisos electorales, sino sobre todo por haber caído
en manos de ERC, un socio incómodo e incluso desleal pero absolutamente
necesario para permanecer en el Gobierno. Y ya sabemos que para el partido
independentista catalán, la Constitución es un obstáculo para sus sueños
separatistas. El Estatuto propuesto no es la solución final, pero sí un paso
gigantesco hacia la independencia. Si el Gobierno y el PSOE, que son los
responsables de haber permitido que las cosas lleguen hasta donde están, son
los únicos garantes de la lealtad constitucional, Dios nos coja confesados. No
ver esto, por puro sectarismo antiPP, demuestra una notable miopía política.
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